En un lejano y frondoso bosque, vivía una manada de ciervos. Entre ellos, había un ciervo joven llamado Leo, que era muy rápido y ágil. Sin embargo, Leo tenía una característica que lo hacía diferente a los demás: era muy egoísta. Siempre pensaba en sí mismo y nunca compartía sus hallazgos ni ayudaba a los otros ciervos.
Un día, mientras corría por el bosque, Leo descubrió un claro lleno de suculentas bayas. Eran las bayas más jugosas que había visto en su vida. Decidió no contarle a nadie sobre su hallazgo para tener todas las bayas para él. Cada día, Leo iba al claro y comía hasta saciarse, guardando algunas bayas en un escondite secreto para los días de invierno.
Mientras tanto, el resto de la manada estaba teniendo dificultades para encontrar comida. El invierno se acercaba y las bayas y hojas eran cada vez más escasas. Algunos de los ciervos más viejos y débiles comenzaban a perder peso y fuerzas. A pesar de ver la necesidad de sus compañeros, Leo seguía disfrutando de su festín secreto sin compartir ni una sola baya.
Un día, una tormenta terrible azotó el bosque. El viento soplaba tan fuerte que Leo no pudo llegar a su escondite de bayas. Al día siguiente, cuando finalmente pudo salir, descubrió que la tormenta había destruido el claro de bayas y arruinado su escondite. Leo estaba desolado; su fuente secreta de comida había desaparecido.
Desesperado y hambriento, Leo volvió a la manada. Cuando llegó, vio que los otros ciervos se ayudaban mutuamente. Compartían la poca comida que tenían y se mantenían juntos para darse calor. Leo, cansado y avergonzado, pidió ayuda.
—He sido muy egoísta y no compartí con ustedes las bayas que encontré —confesó Leo—. Ahora, no tengo nada y estoy hambriento. ¿Podrían perdonarme y ayudarme?
Los ciervos, aunque sorprendidos por la confesión de Leo, lo aceptaron con compasión. Compartieron su comida con él y lo acogieron en el grupo para que no pasara hambre ni frío.
Leo, profundamente conmovido por la bondad de sus compañeros, decidió cambiar su actitud. Aprendió que la vida en comunidad era mucho mejor cuando todos se ayudaban y compartían lo que tenían.
Con el tiempo, Leo se convirtió en uno de los ciervos más generosos del grupo. Siempre estaba dispuesto a ayudar y compartir sus hallazgos con los demás. Gracias a esta nueva actitud, la manada se fortaleció y superaron juntos los desafíos del invierno.
La manada prosperó y vivió en armonía, recordando siempre que la generosidad y el apoyo mutuo eran fundamentales para sobrevivir y ser felices. Y Leo, por su parte, nunca olvidó la lección que aprendió: cuando compartimos y pensamos en los demás, todos salimos ganando.