La fábrica de los sueños

Hace muchos, muchos años, existió un hombre muy bueno que soñaba con cumplir sueños ajenos. Desde pequeño, los sueños habían sido muy importantes para él. A medida que fue creciendo, se dio cuenta que a muchas personas les era dificultoso hacer realidad lo que soñaban y, lo que era peor, a muchos otros, les era imposible soñar.
Y entonces, soñó la manera de ayudar a la gente a concretar sus sueños, y como lo soñó con todo el corazón, lo hizo realidad. Con todos sus ahorros, construyó así la primera (y única) “Fábrica de sueños”. Muchos dijeron que estaba loco, otros lo ayudaron a cumplir su meta.
Trabajaron muy duro y construyeron un edificio con muchas oficinas. La fábrica tenía diferentes dependencias: “Sueños de grandeza”, “Sueños de gloria”, “Sueños sencillos”, “Sueños de amor” y en el último piso y atendida por su dueño, estaba la oficina de los “Sueños Imposibles”.
A esta última costaba un poco llegar, pero se llegaba siempre porque para Mario, su dueño, no había ningún sueño que no se pudiera hacer realidad.
La fábrica trabajaba día y noche buscando amores correspondidos, teatros a sala llena con público que aplaudiera de pie, o logrando -simplemente- un helado de siete sabores. Pero, sin dudas, su mayor esfuerzo era enseñarles a las personas que para los sueños, también hay que trabajar y luchar.
Esta era la parte más difícil del trabajo de Mario. La gente llegaba a su fábrica creyendo que, con sólo expresar en voz alta su deseo, el mismo ya podría ser cumplido.
– A un sueño, hay que ayudarlo –decía siempre Mario– hay que trabajar para lograr lo que uno desea y a veces mucho -agregaba a sus sorprendidos clientes.
Muchos no lo entendían y se retiraban de la fábrica enojados y desilusionados. Por el contrario, quienes sí entendían de qué se trataba, trabajaban duramente por lograr su cometido.
Y así era que podía verse en cada oficina, personas estudiando mucho, entrenando, ensayando, reflexionando sobre sus defectos para poder hacer felices a otros. Magos que aprendían trucos sin trucos, payasos que ensayaban rutinas insólitas por lograr la risa más sonora que se hubiese escuchado jamás.
También había cocineros probando sabores nuevos, recetas locas, combinaciones exóticas, todo por lograr el plato ideal, la comida más rica jamás preparada. Había muchos escritores que borraban, volvían a escribir, hacían bollitos de papel y todo en busca de su tan ansiado libro y otros, que soñaban con salvar el planeta que iban recolectando y reciclando todos los residuos que la fábrica generaba.
Fueron tiempos felices, donde la mayoría de la gente empezó a entender que un sueño no sólo se sueña, se construye, se defiende, se sostiene y luego se logra.
Y llegó el día tan temido. La fábrica cerró sus puertas. Mario no fue el único que sufrió la pérdida, pero si fue el que más lo hizo. Comenzó a invadirlo una gran sensación de fracaso.
Con el tiempo comenzó a darse cuenta que la mayoría de las personas habían aprendido que soñar era mucho más que desear algo. Vio que el fruto de su esfuerzo se reflejaba en niños sanos, amores correspondidos, aplausos sentidos y gente feliz.
Se dio cuenta que, a pesar de que la fábrica hubiese tenido que cerrar sus puertas, la gente no sólo no había dejado de soñar, sino que trabajaba con ahínco por lograr sus metas.
No había sido en vano, no había soñado un sueño imposible. Había abierto en cada persona una puerta que ya no podría volver a cerrarse.
Y entonces fue feliz, aún más de lo que había sido siempre.