Por el ardiente desierto del Sahara, llevando una pesada carga sobre los hombros, iban caminando dos amigos, Farouk y Ramsés.
Habían perdido a sus camellos varios días antes y estaban agotados por la enorme distancia que habían recorrido a pie.
Llevaban casi una semana sin probar alimento y el agua se les terminaba bajo el sol abrasador. Las piernas les dolían de tanto caminar y tenían quemada la piel del rostro y los brazos.
Aunque entre los dos habían elegido esa ruta, Farouk le reclamó a Ramsés haber escogido un camino largo y desconocido. Su furia iba en aumento: gritaba, gesticulaba, le dijo un insulto y otro. Incluso llegó a darle una bofetada.
Ramsés se quedó callado y la nariz le sangró un poco, pero no respondió a la agresión. Con mirada profunda de tristeza se sentó y escribió sobre la arena con su dedo índice: “Hoy mi mejor amigo me pegó en la cara”.
A Farouk le sorprendió este hecho, pero no le preguntó nada.
Al día siguiente, caminando por las dunas, Ramsés cayó rodando por una de ellas y quedó malherido.
Su amigo Farouk bajó rápidamente a ayudarle y durante varios días no se separó de su lado. Ramsés mejoró y se dirigió a una piedra que había en el camino, allí escribió: “Tengo la suerte de tener el mejor amigo del mundo”.
Farouk le preguntó: ¿por qué cuando te ofendí escribiste en la arena y hoy has escrito en la piedra?.
Ramsés le contestó sonriendo:
Los errores de nuestros amigos se los lleva el viento por la noche. Cuando amanece y el sol sale de nuevo ya no podemos recordarlos. Sus pruebas de lealtad, sin embargo, quedan grabadas para siempre en nuestro corazón.